"Obligué a mi novio a vivir y pagar mi depilación y nunca me sentí tan bien"
¿Alguna vez quisieron que su pareja viviera en carne propia la tortura de una depilación? Una mujer lo hizo real y no se imaginan hasta qué punto llevó a su novio.
Por Ana Corredor
Hace un rato leí en Fucsia el artículo “Que ellos las prefieren depiladas y otros mitos” y me quedé pensando mucho. Si bien hay hombres para los que el vello en una mujer es un tema poco relevante, hay otros para los que es un requerimiento de primera necesidad.
Hay hombres que nos vetan el sexo si tenemos más pelitos de los que ellos consideran necesarios y hay otros que se refieren con un poco de asco al famoso “bush” que la naturaleza decidió darnos.
Esto nos ha generado una inseguridad más a las mujeres (cómo si nos hiciera falta, gracias) y un ítem extra en nuestra lista de vanidades y desembolsos. Osea, así como no quieren que le quiten el agua y le toca ir a pagar el recibo, también acuérdese de ir a la peluquería para que no le quiten el otro servicio.
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Reflexioné acerca de lo que pasaría si hubiera obligado a alguno de los hombres con los que he estado a quitarse los pelos de las orejas o a depilarse su… trasero, por decirlo de una forma bonita. Muy probablemente me hubiera mandado al diablo (también por decirlo de una forma bonita).
Si bien mi novio no es purista en absoluto con respecto al tema, si me ha dejado claro que le gusta más cuando estoy lampiña, lisa, pelada y con ojitos de cordero degollado me pregunta que cuándo iré a depilarme.
Un día me cogió de malas pulgas, algún comentario hizo al respecto de mis pelos o de la próxima posible (forma amigable de decir “necesaria”) visita a la peluquería y por alguna razón eso bastó para encender un chip en mi cabeza que ni sabía que existía.
“Vamos pues”, le dije.
“Uy no, ¿a qué voy a ir yo a la peluquería contigo?”
“ Vas a venir porque quiero que veas cómo es la cosa. Y de ahora en adelante tú pagas por lo menos la mitad. Si tan importante es esta cuestión para ti o para “nosotros” que se convierta en un gasto más de la casa ¿no?”.
Les ahorro toda la discusión que siguió porque los tendría aquí una buena hora más, pero lo que sí deben saber es que estaba determinada y esta pelea no la iba a dejar morir. Y al final lo logré. Se paró y nos fuimos hacia el salón de belleza como si fuéramos a hacer las compras del almuerzo.
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El pobre hombre no sabía donde meterse, sobretodo cuando lo obligué frente a la mirada incrédula de las señoras que estaban esperando a acompañarme a la salita de depilación.
Raquelita, la mujer que lleva años siendo la encargada de quitarme cualquier rastro de vello corporal tampoco entendía mucho, apenas se reía disimuladamente. Dejó de reírse, eso sí, cuando una vez sin pantalones y lista para mi batalla campal contra la cera le dije: “un momentico, primero él”.
Risa nerviosa como de quien no cree que la cosa va en serio por parte de ambos. Otra vez larga discusión, un poco más medida pues contábamos con espectadores, pero yo nada, firme como una roca: “No te traje sólo a que miraras”.
No crean que estoy chiflada, no. No lo hice bajarse los pantalones para que le depilaran la ingle o algo así. Con que se dejara depilar un pedacito de pierna me bastó. Contaba con la certeza de que los hombres son inmensamente menos tolerantes al dolor que nosotras y que con eso sería suficiente para que entendiera lo que es que le arranquen a uno de raíz y de un solo tirón algo que naturalmente hace parte del cuerpo.
Mentiría si digo que no lo disfruté. Verlo retorcerse y sentir por primera vez esa sensación que por un segundo nos hace ver demonios fue por alguna razón un alivio incomprensible. No porque disfrutara de su dolor, sino porque supe que de ahora en adelante la persona con la que compartía mi vida y mi intimidad comprendía algo más sobre mí. Comprendía que no era una visita de placer la que se realiza con regularidad a ese cubículo triste ocupado por una camilla medio sórdida y supe que nunca más daría por sentadas unas piernas libres de vello y mucho menos el sexo libre de él.
Las mujeres a veces nos sometemos a cosas dolorosas, incómodas y poco naturales por cuenta de nuestra vanidad. A veces se espera tanto de nosotras que buscamos correr tras ese ideal de mujer que nos han vendido desde que somos pequeñas sin mostrarle a nadie el esfuerzo, tiempo, dinero o dolor en la mitad.
Está bien que cada una lleve su vida, su cuerpo y sus rutinas como mejor le parezca si es algo que nos hace sentir bien, pero cuando otros asumen que debemos vernos de tal o cual manera y les damos gusto a ciegas estamos perdiendo autonomía sobre lo más preciado que tenemos: nosotras mismas.