Columna

Las ventajas de tener cara de boba

Por Julia Londoño Bozzi, 11/12/2012

Tal vez porque las bobas suelen ser así, optimistas, he decidido hacer una lista de las razones por las cuales resulta útil andar por la vida a bordo de una cara bonachona.

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Tengo cara de boba, la he tenido siempre. Lo curioso es que no lo noté hasta hace relativamente poco. Pasé por la tierna infancia sin tener conciencia de ello, viví la primaria y el bachillerato sin notarlo. Tal vez entonces no solo tenía la cara, después de todo. Creo que fue en la universidad donde entendí lo evidente: cargo en la vida con una cara inocentona rematada por unos huequitos en los cachetes y unas cejas pobladas, por donde rara vez se asoman el ingenio o la agudeza.


Una de las primeras señales que tuve fueron los rostros de asombro de los profesores cuando nos entregaban los trabajos o exámenes con buenas calificaciones y reincidían en la pregunta incrédula, “¿Tú eres Julia?”, con un tono que parecía decir: “¿Esas ideas sí las escribiste tú?”.

Para que esto no me diera tan duro, solía consolarme en esa época pensando que los profesores se sorprendían porque suelo ser más bien callada: “Debe ser que todavía hay gente que cree que los inteligentes hablan más y más duro”, pensaba. Siempre amé esa frase del bobísimo Homero Simpson que dice que es mejor parecer un bobo callado que abrir la boca y confirmar esa sospecha.

Incluso después de haber salido de la universidad, recuerdo que cuando mi memorable profesor, el genial cronista Alberto Salcedo, leyó algo de mi laureada tesis de grado, no pudo evitar el pensar en voz alta y preguntarme, sin asomo de maldad, qué tanta mano le había metido al escrito final mi director de tesis, un editor gurú que le había recomendado a Salcedo mi trabajo pese a su fama de no regalar cumplidos.

Resumo la idea diciendo que los care’ bobos solemos cumplir con una regla de oro de los negocios: Under Sale and Over Deliver (‘venda barato y supere las expectativas’). Siempre hay posibilidades de ir in crescendo frente a los ojos de los demás. Pocas son las ocasiones de defraudar cuando nadie espera mayor cosa de ti. La clave está en que incluso para parecer boba es importante conservar un bajo perfil. Pero tampoco es cosa de convertirse en un idiota a voces.

Hoy creo que cuando mi novio de universidad dijo que la mía era una cara de inocencia total, el hombre intentaba darme la noticia de manera delicada, pero fue un novio menos sutil el que me confesó que a él siempre le habían gustado las mujeres con cara de bobas.

Después de eso vinieron, naturalmente, la resignación y la resiliencia: “Si he de parecer tonta voy a hacerlo bien y a aprovechar las ventajas que provengan de ello”. Como el halo de confianza que hace que en el banco, en el avión o en el supermercado la gente me hable, de buenas a primeras, para comentarme muchas veces más de lo necesario. Es una ventaja fabulosa para una reportera o una terapeuta. Esta carita mía, de yo no fui, ha sacado secretos de ultratumba sin mayores esfuerzos.

Pero no solo es lo que puedes oír, sino lo que puedes decir. Un mentecato tiene licencia para decir verdades sin ofender realmente a la gente, porque un gesto torpe de su parte al final de la intervención suaviza a cualquier recién ofendido. Esto, sin mencionar que los lelos suelen caer simpáticos, poco amenazadores y poseer un aire vulnerable tan real como para ser rudos, por contraste.

El único problema es que a bordo de esta cara vive también una lengua que de vez en cuando sale a pasear y derrumba el pastillaje con un apunte negro. Y entonces, como por arte de magia, dejo de ser simpática, tierna y confiable y me convierto en una especie de Garbage Pail Kid, la parodia de los sosos muñecos Cabbage Patch Kids de mi infancia.