Me parece que fue ayer cuando soñaba con ser grande, conocer el mundo, tener novio y construir una familia. Cuando pensaba en el año 2000, me parecía que faltaban dos siglos para que llegara. Ese año llegó y pasó. Ya soy grande, he viajado mucho y hace rato que construí una familia. Creo que llegué al momento en el que todo va cuesta abajo, a la edad del declinar, sin darme cuenta de cuándo ni cómo sucedió. Como las de muchas de mis contemporáneas, mi vida es lo más parecida a la de la mujer nuclear, por eso no hay razón para deprimirme por las canas o las arrugas. A pesar de tener hijos grandes, vivo pendiente de ellos y de sus necesidades, de mi papá, que necesita atención y cuidado, y del trabajo, para no mencionar otras actividades. Aunque uno se sienta agotado sigue intentando cumplir con todo, muchas veces a expensas de los seres queridos.
Mis hijos me han dicho que no asuma más responsabilidades, que tengo que aprender a decir “no”. Y por no saber decirlo, el genio se me está dañando, me impaciento y, tratando de hacer muchas cosas a la vez, termino agotada, irritable y furiosa. Creo que es hora de pensar en mí misma y aprender a decir “no”, sin que eso se convierta en un pecado mortal. La gente alrededor se acostumbra a que uno tiene la solución a todos los problemas y en aras de la eficiencia uno descubre un día que cada vez está más atareado.
Como muchas mujeres, me he pasado la vida tratando de ser la mejor mamá en circunstancias difíciles, de ser una buena hija y dedicarle tiempo a mi papá y, fuera de eso, de ser la mejor profesional. En lugar de sentirme feliz por los logros, por conseguir las metas que me había propuesto, sigo pensando en que debo mover esas metas un poco más lejos. Sigo haciendo interminables listas de lo que me falta por hacer, de los deberes pendientes y nunca siento que he cumplido con mi misión en la vida.
¿No será que ha llegado el momento de hacer una lista de lo que “no quiero”, sin sentirme que estoy fallando? Cuando uno pasa la barrera de los 50, sin querer, empieza a bajarle el ritmo a la vida. En primer lugar, dejando de hacer algunas cosas que aburren para dedicarle más tiempo al trabajo, pues los hijos crecieron y no requieren tanta atención. Disfruto mi trabajo enormemente, pues no solo es gratificante, sino una fuente de aprendizaje permanente. Lo que no me ha quedado tan fácil es entender cuáles son mis límites y empezar a establecer prioridades.
En estos días me he puesto a reflexionar sobre el tema. No sé si es porque están de moda las películas con actores mayores, los artículos sobre el estilo y el glamur de las mujeres mayores, etc. Solo sé que la palabra “envejecer” aterroriza y que no estoy sola en esa situación. Sé que la experiencia y los años tienen sus ventajas. Por un lado, nos volvemos más realistas, pues las tragedias y los triunfos que nos ha tocado vivir nos dan una perspectiva que no teníamos a los 30 años. Ya no queremos ser las mujeres perfectas, con ser “buenas madres, buenas hijas y buenas en el trabajo” es suficiente. Los pequeños placeres de la vida adquieren un significado más profundo. Caminar, oír música, leer un buen libro y mantener una conversación con una amiga son apenas un ejemplo de lo que le alegra a uno la vida.
Aunque no he logrado del todo superar los sentimientos de culpa por no haber completado la lista de deberes, que hago todos los días antes de acostarme, y la agenda de mi teléfono suena cada instante advirtiéndome sobre la próxima cita, pronto tendré que quitarle la alarma o disminuir el número de compromisos, y creo que voy por buen camino. Ahora pienso en hacerme un masaje de vez en cuando, en almorzar con una amiga, en destinar una tarde a jugar con mi nieto y en leer algo que me guste, no necesariamente relacionado con el trabajo. Ahora me doy el gusto de comer helado de yogur, un pedazo de chocolate o unas cuantas papas fritas sin estar pensando en la pesa, en la dieta ni en las calorías. Sí, definitivamente pienso que llegó la época del declinar, ¿y qué?