Y al fin, ¿qué es el género?
Mientras que en Colombia y el mundo arden las polémicas sobre género y sexualidad, la ciencia admite que ha promovido premisas falsas sobre cuestiones tan esenciales como las diferencias entre hombre y mujer.
En Estados Unidos, la transformación en mujer de uno de sus ídolos más varoniles, el campeón olímpico Bruce Jenner, padrastro de Kim Kardashian y sus hermanas, tiene al público sumido en el estupor. En India, algunos hombres se lanzan a las calles vestidos con faldas, en protesta por las violaciones sexuales a mujeres que se incrementan escandalosamente. En Rusia, el presidente Vladimir Putin persigue a los homosexuales, travestis y transgeneristas; mientras que en países de confesión musulmana, como Arabia Saudita, las mujeres siguen confinadas en sus casas, subyugadas por los hombres, sin derecho siquiera a manejar automóviles, por mandatos derivados del Corán, el libro sacro de ese credo.
Colombia no permanece al margen de esta agitación por el género y la sexualidad que vive el mundo, sino todo lo contrario. En Risaralda, un estudiante transgenerista logró que en su colegio lo traten como a una niña, y la Registraduría Nacional del Estado Civil anunció que, al llegar a la mayoría de edad, los menores intersexuales o con ambigüedad genital podrán cambiar el sexo con el que fueron registrados mediante un sencillo trámite.
Todo ello es noticia cuando aún humean las cenizas del acalorado debate en la Corte Constitucional sobre el derecho a la adopción de menores por parte de parejas del mismo sexo. Los magistrados le negaron a esa minoría tal posibilidad, pero la polémica sobresalió como la más airada de los últimos tiempos alrededor de una materia distinta a la política, lo que resulta muy diciente, al ser esta la gran obsesión del país.
Los argumentos a favor o en contra de la iniciativa llegaron a ser incendiarios. Sectores apegados a la religión, a la Biblia y a la tradición esgrimían frases como “macho y hembra los creó”. Nada atizó tanto el fuego como las afirmaciones de un catedrático de la Universidad de la Sabana de Bogotá, según las cuales, el homosexualismo, por anormal, es prácticamente una enfermedad, a pesar de que en los años setenta las autoridades médicas internacionales dejaron de considerarlo como tal.
Aparte de ello, la controversia sobre la adopción de parejas del mismo sexo en los medios de comunicación y las redes sociales se centró en lo conveniente o no de tener dos papás o dos mamás, visto por muchos como una subversión de las funciones que tradicionalmente cumple cada progenitor en la crianza de los hijos –reflejo de las características atribuidas a los géneros–.
Así, por ejemplo, es común pensar que la madre, por ser mujer, encarna la ternura, mientras que el padre, por ser hombre, es “el bravo de la casa”, cuando lo contrario es muy factible. Quienes reivindican los derechos de la mujer, las minorías sexuales y la reinvención del género masculino se acogen a propuestas que abogan por revolcar los estereotipos que han dominado por décadas bajo la influencia de la religión y la ciencia. Mientras que la primera no modifica sus preceptos acerca de quién puede acostarse con quién y qué es familia, la segunda empieza a reconocer que, a partir de falsas premisas, promovió muchas de las ideas sobre las diferencias entre hombre y mujer, sexualidad, reproducción y paternidad, que hoy dividen, hasta la violencia, la opinión en el planeta.
Una muestra de esta especie de “mea culpa” es el interés que suscita en la comunidad científica de Estados Unidos el libro Sex itself, de la historiadora y filósofa de la ciencia Sarah Richardson, según el cual la humanidad ha vivido de espaldas a lo que es realmente el sexo, palabra que esencialmente significa lo que distingue al macho y a la hembra en los seres vivos. En ese aspecto tan fundamental, la diferencia, la ciencia ha estado errada por décadas, pues “el sexo puede ser mucho más complicado de lo que parece”, de acuerdo con la autora.
Richardson, profesora de la Universidad de Harvard, recuerda que el origen del malentendido es la teoría de los cromosomas sexuales, X y Y, que redujo todo a un simple escenario: un ser con dos cromosomas XX en su genética es una mujer y uno con un X y un Y, es un hombre. Ello ayudó a consolidar la creencia de que la humanidad se divide en dos, pues es acorde al dimorfismo (dos formas en una misma especie) sexual, en virtud del cual unos humanos poseen penes y otros vaginas.
Ahora resulta que la ciencia acepta cada vez con mayor convicción que las características sexuales se desarrollan mucho más allá de este esquema binario
o conformado por dos elementos. Son prueba de ello, entre muchas, las personas intersexuales, cuyos cromosomas dicen una cosa, pero sus glándulas y anatomía otra, pues pueden presentar ambos tipos de genitales.
La ciencia acepta también que, contrario a lo que se cree popularmente, el cromosoma Y no es la esencia de la masculinidad ni el X de la feminidad. Es más, apunta Sarah Richardson, “hay muy pocas características sexuales controladas por el cromosoma Y. Y así como muchas de estas características son controladas por genes que se encuentran en otros cromosomas (distintos a X y Y), los llamados cromosomas sexuales también portan genes que nada tienen que ver con el sexo”.
La confusión comenzó con los primeros científicos del sexo. El texto de Sarah Richardson rememora cómo, antes del descubrimiento de los cromosomas X y Y, en 1890 y 1905, respectivamente, “los biólogos estaban fascinados con la diversidad de formas de dimorfismo sexual e intersexualidad en la naturaleza […] El sexo era visto como algo que empezaba antes de la concepción y podía cambiar antes y después del nacimiento, según factores como la temperatura o la salud de los padres”.
En los años veinte del siglo pasado y tras arduas peleas entre los científicos, X y Y no solo fueron aceptados, erróneamente, como los exclusivos determinadores del sexo, sino que su estudio se “contaminó” con el bagaje cultural en materia de géneros, mucho más con el aislamiento, en los años treinta, del estrógeno, hormona femenina, y la testosterona, hormona masculina. Estas, reforzaron el esquema binario
y fueron vistas como la futura panacea para la cura de la infertilidad, la impotencia, la frigidez y el homosexualismo, considerado entonces como un trastorno.
Los avances influenciaron debates en torno a si el cromosoma Y reprime al X, o si lo femenino es la ausencia de lo masculino. Comenzaba así la guerra de los sexos y se llegó a decir que los hombres son más inteligentes que las mujeres porque tienen un solo X. Las primeras activistas feministas, a su turno, sostuvieron que poseer dos X es la clave de la superioridad de las mujeres. Luego, al X se le empezó a llamar “ella” y se le atribuyeron clichés sexistas femeninos como la intuición, la sociabilidad y la tendencia a la contradicción, el control y el capricho. Un libro de 2003, The X in sex, de David Bainbridge, comentaba que el doble X en la mujer “es un recordatorio de cuán profundamente arraigada es la naturaleza ambivalente de ella […] Las mujeres son criaturas mixtas, los hombres no”.
Asímismo, el Y fue nombrado como “él” y se le confirieron rasgos masculinos típicos como macho, activo, dominante, depravado y flojo. El paroxismo de tales convicciones llegó cuando se reveló que presos muy violentos de una cárcel de Escocia tenían un cromosoma Y extra, lo que los predisponía a la agresión. Por eso, en los años sesenta, el 82 por ciento de los estudios sobre el cromosoma Y se refirieron a ello, y surgió la teoría del súper hombre.
Con la llegada del siglo XXI la mentalidad empezó a cambiar. Hoy los investigadores entienden que ni la fiereza en el hombre ni la delicadeza de la mujer ni las demás señas de los géneros las definen los cromosomas X y Y, sino que son “el resultado de la interacción entre naturaleza y crianza, y la proyección de conceptos culturales”, como lo aclara la profesora Richardson en su libro.
En estos tiempos caldeados por las disputas de género, sectores de la ciencia proponen encaminar sus pesquisas de un modo más abierto: “Lo que importa es cómo nos aseguramos de que interpretamos nuestro mundo y construimos las clasificaciones de un modo que mejore esa comprensión y no la limite”, concluyó Ian Steadman, en su reseña de Sex itself para la revista británica New Statesman.