Autocontrol
¿La jubilación del pudor?
Con el pudor pasa igual que con el pelo: hay personas que lo pierden con el paso de los años. Se supone que el pudor es la cualidad que nos diferencia de las bestias salvajes. Pero cuando nos despojamos completamente de él, ¿nos convertimos en animales?

Hace poco me tocó esperar mucho en la sala de una aerolínea nacional que, para variar, tenía sus vuelos puntualmente atrasados. Me le adelanté al aburrimiento y saqué de mi maletín una revista de esas “prohibidas para mujeres”. A mi derecha estaba sentada una mamá con su hijita de unos 8 años, y a mi izquierda un ejecutivo. Apenas brotó el primer pezón en la revista, la madre agarró alarmada a su retoñito y corrió al otro extremo de la sala como si hubiera visto una metralleta; mientras que el ejecutivo hipnotizado, utilizaba su corbata de babero. Alcancé a preocuparme, pero la única señal de prohibido tenía un cigarrillo atravesado, no un pezón; por lo que me puse a pensar cuál ‘pudorómetro’ estaba dañado: ¿el mío o el de la madre?
El pudor es aquel escudo invisible que protege nuestra intimidad individual y en pareja, de terceros, motivo por el cual, no vemos a la gente haciendo el mercado a lo Adán y Eva; ni vemos a la gente tirando como gatos en celo mientras hacen fila en el banco para consignar, aunque casos se han visto. El pudor pareciera ser directamente proporcional a los niveles de autoestima, patrones de crianza o grado de alcohol que tenga cada persona. Es decir, que a la que de chiquita le decían que tenía buen cuerpo, hoy lo está usando para ser impulsadora, modelo o porn star, y no le da pena mostrarlo porque vive de él. Al que creció viendo a su papá leyendo el periódico en bola, no se le hace extravagante cocinar huevos con los suyos al descubierto. Y al que toma demasiado, no sólo se le borra su nombre, dirección y estado civil, sino cualquier rastro de pudor.
Nuestro mundo vive en dos sintonías con relación al pudor: en el extremo cero, encontramos a alguien como Britney Spears que sale a la calle sans cucos, sin importarle que al día siguiente los paparazzi empapelen el mundo con su ahora pública parte privada. Y en el otro extremo, con un máximo de 10 en pudor, encontramos a personas como las mujeres musulmanas que tienen que cubrirse de pies a cabeza como si fueran sacos de papas para no ser un objeto de deseo. Según su cultura, cada persona será responsable de lo que tiene puesto el día de la resurrección, muy parecido a lo que hace Joan Rivers, que manda al mismísimo infierno a todos los mal vestidos de la alfombra roja.
Siempre ha habido y habrá la batalla pudorosos vs. impúdicos. Por un lado, los libertinos ven a los pudorosos como unos mojigatos que no van a playas nudistas porque son feos; y a su vez, la legión de pudorosos, ven a los libertinos como el moho que tiene podrida a nuestra sociedad. Lo importante es respetar las diferencias, yo, por ejemplo, no entiendo las olas de mujeres mostrando sus puchecas para que les echen collares de plástico en el Mardi Grass; sé que yo no me alzaría la camisa ni porque me echaran una gargantilla de diamantes, pero lo respeto sin tratar de tirarles agua bendita ni sacos para taparles sus cultivos de melones.
Con el pudor pasa igual que con el pelo: hay personas que lo pierden con el paso de los años, mientras que hay otros a quienes les crece a velocidades aceleradas; como el hijo que no le daba pena que la mamá lo bañara y ahora no soporta que lo vea en calzoncillos; o la esposa que sólo tenía sexo con la luz apagada, ahora le gusta con luces, cámaras, y mucha acción.
Nuestra sociedad siempre ha tratado de controlar el pudor con mecanismos tan bizarros como los benditos recuadros pixelados que desvanecen cualquier genital captado por una cámara de televisión. ¿Por qué tanto misterio, si todos tenemos el mismo kit genital? Sin embargo, no todos somos pudorosos hacia lo mismo, por ejemplo, si desnudaran a una mujer árabe, una china, una occidental y una yanomami, cada una reaccionaría diferente: la árabe se cubriría el rostro, la china se taparía los pies, la occidental se taparía los senos y el pubis; mientras que la yanomami seguiría como si nada.
El pudor parece estar jubilado, pasando sus últimos días en algún resort de South Beach, y es por eso que empezamos a apreciarlo debido a su escasez en el mercado, motivo por el cual ahora valoramos un cuello de tortuga dentro de un mar de escotes o nos sorprendemos cuando alguien se sonroja porque la brisa la timbró como a Marylin Monroe. Y como al parecer ya sufrimos del síndrome de haberlo visto todo, es mejor dejarle algo a la imaginación y cuidar el poco pudor que nos queda, para que no nos confundan con nuestros parientes, los simios.