Nombrar esta violencia es el primer paso para reconocerla.
Tenemos la mala costumbre de creer que “lo que no se nombra, no existe”. Sin embargo, aunque se invisibilice la violencia obstétrica, lo cierto es que hay cortes quirúrgicos que no se consultan, comentarios humillantes o faltos de empatía, tactos invasivos e innecesarios, maniobras como la de Kristeller que ya no se recomiendan, etc. Estas son algunas de las formas de violencia a las que nos enfrentamos las personas gestantes a la hora de dar a luz.
Cuando quedé embarazada por primera vez, no tenía idea de lo que significaba un parto ni de los derechos que tenía. Como era pandemia y no había cursos psicoprofilácticos, terminé llegando a una doula (mujer que acompaña a las personas gestantes durante el camino hacia la maternidad/paternidad). Me sirvió para recordar el derecho que tengo a decidir sobre mi propio cuerpo; algo que parece básico, pero que no lo es porque socialmente se nos ha venido negando.
Llegué a mi ginecobstetra por recomendación de mi ginecólogo, que ya no atendía más partos. Todo iba bien hasta que empecé a manifestarle mi voluntad de tener un parto lo más natural posible. Cada vez que traía a la luz mi plan de parto (libertad de movimiento, romper fuente de forma natural, fármacos solo si yo los pedía, sin episiotomía a menos que fuera una situación de vida o muerte, quedarme con mi placenta, etc.) ella se molestaba y terminaba la conversación diciendo que así no funcionaban las cosas.
Quise cambiar de ginecobstetra cuando vi que definitivamente no había lugar a mis decisiones, pero no fue fácil conseguir alguien que se le midiera a empezar un nuevo proceso en la semana 37 de embarazo. Miré la posibilidad de un parto en casa con una partera, pero tampoco tenía en ese momento los 6 millones de pesos que me costaba.
Seguí con ella ‘a la de Dios’ y bueno, salió como debía salir. Llegué a la clínica después de 17 horas de trabajo de parto. Inicialmente, nos dijeron que el papá de mi hijo podía acompañarme, sin embargo, estuve sola por más de seis horas y él sin razones nuestras. Durante ese tiempo pasaron un par de cosas: me llenaron de tantos fármacos que ya ni podía moverme y entró una persona que nunca había visto a hacerme un tacto vaginal y a romperme fuente (sin ni quisiera consultarme). Cuando completé las 24 horas de trabajo de parto le dije a mi ginecóloga que no aguantaba más, se me acercó por primera vez (antes de eso solo me respondía desde su escritorio y sin mirarme “sí, eso duele” cada vez que yo manifestaba dolor), me hizo un tacto vaginal y pasamos al expulsivo.
Empecé a pujar y a sacar fuerzas mientras ella me decía que lo estaba haciendo mal, que ya llevábamos mucho tiempo y que debían irse. Ante el afán, una enfermera se recostó sobre mi barriga para empujarla (la maniobra de Kristeller), algo que solo se recomienda hacer en caso de que la vida de la mamá o el bebé esté en peligro. No era nuestro caso. En paralelo, mi ginecóloga decidió, unilateralmente y sin consultarme, hacerme una episiotomía (corte desde la vagina hasta el ano) y sacar a mi hijo con fórceps, cual animal. Una escena violenta y aterradora que se fijó en mi mente como un loop lleno de dolor.
Nace mi hijo, me lo ponen encima y mientras yo sigo temblando de miedo por la escena anterior, me dice mi ginecóloga mientras me coge los puntos: “te recomiendo ir donde un especialista en piso pélvico porque puedes quedar con incontinencia fecal debido al desgarro y la episiotomía”. Justo las palabras de aliento que toda mamá necesita oír apenas nace su hijo, ni si siquiera un “tranquila, tu hijo ya está aquí y está bien”. Qué dolor la falta de humanidad en un momento tan vulnerable para nosotras y tan sagrado como lo es llegar a este mundo. Terminé cortada, desgarrada, con incontinencia fecal y una depresión posparto llena de culpa, debido a ese primer encuentro con mi hijo.
Nombrar esta violencia es el primer paso para reconocerla. El segundo paso se dio el año pasado con la aprobación de la Ley de parto digno, respetado y humanizado (Ley 2244 de 2022), que busca garantizar los derechos y la libre determinación de las personas gestantes, y evitar tratos crueles, inhumanos o degradantes. Algunos puntos para resaltar de esta ley: permite presentar el plan de parto, establece libertad de movimiento corporal y adopción de posiciones verticales, uso de métodos no farmacológicos para el manejo del dolor durante el trabajo de parto, ingesta de dieta líquida durante el trabajo de parto, pujo de acuerdo con la sensación fisiológica de la mujer y permanecer con el recién nacido en contacto piel a piel después del nacimiento para facilitar el vínculo afectivo. Celebro este gran paso porque como ya lo dijo Michel Odent: “para cambiar al mundo primero hay que cambiar la forma de nacer”.
Soy Lina Aristizábal. El cartón que me dieron dice que soy politóloga y periodista. En mi corazón soy una madre, yogui y aprendiz de ceramista. Escogí hacer yoga como un camino de sanación y encuentro. Doy clases de yoga para todo tipo de personas, hago sesiones de reiki, doy clases de cerámica y en mis pocos tiempos libres hago platos de cerámica con amor.
Soy una mamá real que siempre te dirá las cosas como son, desde el amor. Soy una persona que diariamente se reta a sí misma para demostrarse que se puede vivir en unión con nuestra esencia divina. ✨En YOGA✨
* Las opiniones dadas por Lina Aristizábal no representan la opinión de la revista Fucsia.