Les voy a contar una historia real: la de las kumaris, niñas-diosas veneradas en Nepal por los seguidores de la religión hinduista y budista y consideradas la reencarnación en la tierra de la diosa Taleju. Una tradición que, se calcula, tiene más de 700 años.
Hace unos años viajé a Katmandú; entre las plazas antiguas llenas de palomas, las pagodas majestuosas y los altares de grandes campanas que invitan a tocarlas para despertar a los dioses, lo que más llamó mi atención fue una ventana.
En el Kumari Ghar, un palacio de tres pisos en el centro de la ciudad, hay una placita interior y una ventana de tres arcos por donde, cada hora más o menos, se asoma una niña. Es la niña virgen a la cual tanto los hinduistas como los budistas nepalíes le rinden culto. Hay muchas kumaríes en Nepal, pero entre todas la más aclamada es la que habita en este lugar.
Pálida e impávida, ¿pestañeó o lo imaginé?, la kumari, con la cara pintada de rojo, amarillo y blanco, ataviada con flores en la cabeza y un vestido tapizado de collares, se asoma por esa ventana por un instante tan corto que uno no alcanza a estar seguro de haberla visto. Es una aparición misteriosa, casi una alucinación.
Los guías turísticos explican que la pequeña diosa es elegida entre un grupo de niñas de su casta entre los 2 y 4 años de edad. La elección es compleja, a las niñas las encierran para que los sacerdotes puedan evaluarlas. A la reencarnación de la diosa Taleju la reconocen por 32 atributos entre los cuales están sus muslos “de gacela”, su cuello “de nácar” y sus pestañas “de vaca”. Me habría gustado preguntarles a los sacerdotes cómo son los muslos de gacela de las niñas a esa edad, pero no tuve ocasión.
El glamour de estas diosas tan tiesas bajo su maquillaje, inmóviles, despojadas de la gracia natural de las niñitas de esa edad, exige que permanezcan encerradas y puras, que guarden una dieta muy estricta, que solamente salgan unas tres veces al año a los festivales religiosos. Si han de estudiar, lo hacen en el palacio.
Alejadas de sus familias, custodiadas día tras día, las niñas diosas no deben ser tocadas. Sus pies no pueden posarse sobre el piso jamás. A cambio, reciben veneración y una pensión que debe ayudarles a subsistir a partir del momento en que tengan su primera menstruación, momento en el cual la divinidad que las habita las abandona. También lo hacen sus feligreses, pues la pequeña ya no es pura, está manchada. Difícilmente se casan, dicen los guías, pues no les traen buena suerte a los hombres.
Algunos críticos afirman que a las kumari les cambian su infancia por la idea de la divinidad. En noviembre de 2006, el Tribunal Supremo de Nepal ordenó investigar si esta tradición viola los derechos humanos de las niñas. No ha habido una resolución definitiva.
Pero es muy fácil trasladar nuestros prejuicios a las culturas lejanas y yo quiero invocar hoy a la poderosa diosa que muchas mujeres llevamos dentro: kumari mía, dame la mano, lávate la cara, suéltate el pelo y bájate de esa ventana.
¿No vulneramos nosotras a nuestra niña interior cuando renunciamos a la frescura de la tierra para someternos a ser intocables, impecables, estiradas, pintadas, planchadas, esbeltas, tonificadas y olorosas diosas envueltas en seda? ¿Cada cuánto nos salimos del libreto y bajamos por la ventana para sentir el placer de poner nuestros pies sobre la tierra?