Comparto con ustedes un recuerdo de universidad, la historia breve de un romance que no fue, entre un hombre y una mujer separados para siempre por una terrible confusión sobre la arena.
Mi prima me había advertido que cuando una mujer se va a casar es común que unos meses antes de la boda sueñe con sus exnovios o recuerde a los amores que no fueron y que muy seguramente ya no serán. Tenía razón.
Hace unos días me asaltó, de la nada, el recuerdo de un tipo que una vez me escribió un particular poema. Se los cuento.
Era la segunda mitad de 1998, mi segundo semestre de carrera universitaria en Bogotá. La escena se desarrolló al final de una clase de estadística, que era mi talón de Aquiles.
El tipo en cuestión, Diego, era amigo de otro amigo mío, y creo que nunca habíamos tenido una conversación completa antes del incidente que les contaré a continuación.
Acababa de terminar la aburrida clase cuando desde el otro lado del salón vi a Diego acercarse en cámara lenta hacia mí, que estaba charlando con otros compañeros de clase. Traía en la mano una aparatosa rosa roja, envuelta en un papelito transparente, de esos impresos con florecitas rojas y blancas.
Él usaba en esos días lo que mi amigo Pocho llama un peinado vaginal: uno de esos que parten en dos mitades exactas la cabeza. Me parece que además se echaba una dosis significativa de gomina o gel.
Diego no me gustaba ni había notado que yo le gustara, por eso fue dolorosamente incómodo verlo acercarse con la flor en la mano hasta ofrecérmela altaneramente delante de una buena parte de mis compañeros.
Recibí la rosa, en parte porque no le habría hecho el desaire público de dejarlo con la mano estirada y en parte porque me la entregó en frente de nuestro amigo en común, quien desde hacía unos días había empezado a ponerme nerviosa, sobre todo cuando me miraba fijamente con sus ojos de un color indecible.
Junto a la flor venía pegado una especie de papiro, uno de esos rollitos que los más cursis queman en las esquinas antes de cerrarlos y envolverlos con una cintica, ojalá celeste. También había un pegote de cera amarilla utilizada a manera de sello, con un grabado que parecía ser la letra ‘j’ y que probablemente fue hecho a punta de cuchillo.
Recuerdo perfectamente la pena que sentí apenas leí para mis adentros el título del poema que se repetía a manera de primera frase: “Tus pies brevísimos sobre la arena”, decía dos veces.
Lo que me hizo sonrojar no fue la alusión a la ardiente arena de la playa cartagenera, ni el cliché en la descripción del atardecer naranja que le seguía, ni las letras chiquiticas escritas con letra cursiva y nerviosa, a lápiz, sobre el papel arrugado de cuaderno cuadriculado.
Lo que me ruborizó fue un error garrafal de reportería, un descuido de su parte, una imprecisión, una inexactitud que dejó en evidencia su falta de talento para hacer creíble la escena de mis propios pies caminando sobre la arena de mi ciudad.
¿Tus pies brevísimos sobre la arena? Sería un buen título para un poema dedicado a una Geisha. “Yo soy talla 38 de zapatos”, le dije como única respuesta, con una voz de frustración que tal vez a él le sonó de crueldad, mientras salía del salón. Y de su corazón. Para siempre.
No le pedirían a la hermanastra de cenicienta que leyera un poema dirigido a sus pies brevísimos sin esperar de ella una reacción inmediata, ¿o sí?