Margarita Vidal entrevista a Piedad Bonnet, escritora y poeta.
Nació en Amalfi, una pequeña ciudad colgada de la cordillera antioqueña. Tenía 8 años cuando salió y no quiere volver porque, con el paso del tiempo, la idealizó hasta hacer de ella una especie de consagración, rescatada en la literatura con su libro El hilo de los días. Allí exalta una infancia feliz. Amparada en la casa de altos techos, corredores, pesebrera y patio trasero donde las lavanderas cantaban, la madre se afanaba en el diario trajín y el papá —patriarca antioqueño— impartía disciplina. Claro que también, y en necesario contraste, incubaba grandes temores gestados en ese sombrío mundo católico de infierno y culpa. De procesiones interminables. De incienso y letanías.
“Hay una relación afectiva con los espacios. Me pasa que cuando tengo conflictos, mi mente se remite al sitio donde trabajo y me siento acogida. El patio de esa casa lo recuerdo asociado con el sol, con la vida, con las flores de mi mamá. El solar era otra cosa, porque anticipaba el mundo exterior y era el ámbito donde se daban cosas más misteriosas. Recuerdo que, por alguna tonada popular, yo hacía una asociación entre la palabra rastrojo y bruja y mi mundo se llenaba de fantasmagorías. Parezco una mujer muy decidida, pero en el fondo tengo grandes miedos. He abandonado algunos, pero otros todavía subsisten”.
Lecturas, corazas y rebeldías
A los 3 años ya sabía leer porque su mamá, que tenía —como ella misma— la pasión de enseñar, quiso, como se decía en esos tiempos, complementarla con ciertos ‘adornos’ intelectuales. Le enseñaron a recitar y desde muy chiquita la pusieron en un escenario. Declamaba, cantaba, hacía teatro y danza. Hoy no se subiría ni a palo a un escenario, pero perdió ciertas inhibiciones y entendió que todo ser humano quiere seducir: desde la belleza y el amor, desde las letras y la docencia, hasta la política y el arte.
Por otra parte, en Antioquia la belleza es un poco determinante. “Mi mamá era muy bonita y como intuyó que tal vez yo no llenaba mucho los cánones, decidió darme ‘gracias’ adicionales y conducirme por el camino de la intelectualidad y de la inteligencia. Probablemente me armó de una coraza con la que me he defendido toda la vida de otras debilidades que tengo. Pero eso, que en el fondo era un temor de ella porque no era bonita, me marcó. Con el tiempo lo he ido superando con cierta dificultad. En el colegio me sentía fea y con los muchachos todavía más. Claro que todo se relativiza con el tiempo. A pesar de esto me ennovié a los 16 y me casé a los 19”.
La lectura la capturó de una y para siempre. Recuerda que desde los 5 años pasaba largas tardes leyendo. Libros básicos. Toda la fantasía reunida en los tomos de El tesoro de la juventud. Lágrimas a raudales con Corazón, de Edmundo De Amicis, y acometida a grandes novelones como Genoveva de Brabante o las sagas de Salgari y Dumas.
“García Márquez dice que uno puede llegar a la buena literatura a través de la mala literatura y yo creo que por esa vía llegué a los libros. Leí a Campoamor, al peor Zorrilla, oí muchas radionovelas, con Kadir el árabe a la cabeza, y todas las entretenciones de la época que nos relacionaban con un mundo de fantasía y que, de alguna manera, estimulaban la imaginación propia”.
Desde muy temprano puso en cuestión la idea de Dios, así como la de autoridad. Consecuencia, tal vez, de haber tenido un padre autoritario y normativo, como el que afirma en uno de sus poemas:
“Aquí golpeaba airadamente el padre sobre la mesa
causando un temblor de cristales
una zozobra en la sopa
Volcaba el jarro de su autoridad aprendida
de sus miedos. De su ternura, incapaz de balbuceos”
“Tal vez por tener un papá duro y una serie de prohibiciones y de tabúes, yo rápidamente me rebelé apoyada, así fuera precariamente, en la literatura. Leía a Sartre y a los existencialistas franceses. Acogía ciertas modas que a mi papá le parecían fuera de límite, pero, sobre todo, tenía una indisciplina total y era capaz de pasar por alto una serie de normas y ser tan trasgresora, que decidieron ponerme en cintura y me mandaron a un internado de monjas en Bucaramanga. Allí experimenté dolor porque sentía que querían deshacerse de mí, pero también hice contacto con cosas importantes y decidí mi vocación por la literatura. En mi mundo interior había sentimientos nuevos, muy difíciles. Desarrollé una úlcera. Pasaba largos días acostada leyendo y desfogué muchas cosas escribiendo”.
Hizo amigas mayores —siempre las ha tenido—, que la iniciaron en otras literaturas: los escritores rusos y franceses y los clásicos del siglo XIX, y que le enseñaron el poder y el placer de la amistad. Para ella es una de las relaciones más importantes porque toca con lealtades, identificaciones, solidaridades. Allí aprendió que la amistad es importante para sobrevivir.
El placer y la culpa
Ha logrado despojarse en gran medida de la mortaja de culpa que nos legó el Paraíso y rescatar el placer como algo naturalmente incorporado a la vida.
“Me tocó recuperar el deseo del placer, porque crecí en una familia sumamente ascética y disciplinada, por un lado. Además, cuando entré a la universidad en el año 69, se vivía un apogeo político impresionante. Las ideas marxistas de alguna manera me hicieron romper ya definitivamente con el mundo católico y replantearme muchas cosas. Sin embargo, el marxismo es todavía una visión muy rígida del mundo. También me costó mucho trabajo deshacerme de esos parámetros. Con dificultad, y a veces con ayuda, he logrado quitar para siempre la culpa de mi vida y, en la medida de lo posible, hacer que el placer sea lo que dirija mis acciones en el sentido de ser libre, de optar por lo que vea que es realmente bueno para mí. No se trata de un hedonismo por el hedonismo, sino de una libertad conquistada”.
Nadie en casa, su libro sobre el mundo femenino visto a la inversa de las feministas, describe un universo desolado, de desencuentros en la amistad y en el amor, en el que quiso intentar una palabra poética muy cercana a la cotidianidad, al contrario de las feministas que reivindicaban a ultranza el mundo fuera de la casa.
“Casi como en un gesto irónico trabajé desde la casa la capacidad de recuperar ese espacio que nadie nos puede quitar y que es el de la vivencia más honda. Es un libro con una noción de estructura, trabajado de manera más rigurosa, con un lenguaje lleno de ‘coloquialidad’. Tuvo buena acogida y me hizo reafirmar en la idea de que yo era escritora de verdad. Además, quise ganarme el Premio Nacional de Poesía y tuve la buena suerte de obtenerlo”.
Ella que es poeta de muchas horas, ha tenido fervor por otras poetas latinoamericanas como la argentina Olga Orozco, la peruana Blanca Varela y por Alejandra Pizarnik, entre otras. Ama a Eliseo Diego y lee y relee a Eugenio Montejo, a Juan Gelman, a los peruanos José Watanabe y Emilio Westphalen. Además, tiene claro que en un principio la influenciaron mucho Borges, Vallejo y Baudelaire.
“También la narrativa, como la norteamericana. Soy una fanática de Truman Capote, de Faulkner, de Carson McCullers. La escritura de estos prosistas ha sido muy importante para mí, así como la obra de poetas latinoamericanos, norteamericanos e ingleses”.
Ese animal triste viene de su trabajo con el tema del cuerpo, que es para ella la ‘casa’ más íntima.
“Era una deuda que yo debía saldar porque tenía un conflicto con mi corporalidad por dos razones: no me sentía nunca satisfecha conmigo misma y también porque he somatizado mucho los problemas y las situaciones, de manera que a menudo me dolían diferentes partes del cuerpo. Yo tenía que exorcizar temas. El de la violencia me asedia y me preocupa porque sé los peligros que conlleva. He aprendido de algunos maestros como José Manuel Arango o Juan Manuel Roca. La he tratado más bien de manera simbólica, tangencial; no la he abordado directamente todavía como tema para uno de mis libros, pero me está esperando. Yo sé que allí tengo que llegar porque tengo mucha sensibilidad hacia lo que sucede en este país. Lo que pasa es que no he encontrado todavía el lenguaje para hacerlo bien”.
En Todos los amantes son guerreros, hay poemas de una dura, castigada y singular belleza. Considera que no hay poesía ‘femenina’ o ‘masculina’.
“Sólo gran poesía o mala poesía. La poesía que hacemos las mujeres sí tiene un tono, una sensibilidad especial y creo que eso se reconoce de algún modo. Pero si el tono es premeditado, exaltado, resulta fatal para la poesía. La palabra merece siempre una contención y una subjetividad suficientemente camuflada, suficientemente distanciada.
Tiempo después, Piedad entro a la narrativa con su primera novela Después de todo, un tema que, según dice, la rondó por dos décadas por el impacto que le causaron dos obras trágicas y bellas: Muerte en Venecia, de Thomas Mann y Reflejos de un ojo dorado, de Carson McCullers, y de una nota de prensa que la conmovió profundamente, sobre un viejo que se enamora de un joven porque se reconoce en él.
Según reseña de Francisco Celis Albán, “es notable la forma paciente, empecinada y sudorosa con que Piedad Bonnett ha construido su obra: cuatro libros de poesía (De círculo y ceniza, Nadie en casa, El hilo de los días y Todos los amantes son guerreros) y su primera novela. Dos piezas de teatro: ‘Gato por liebre’ y ‘Que muerde el aire afuera’, y dos traducciones de dos grandes: Noche de epifanía de Shakespeare y El cuerpo de Édgar Allan Poe.
Ha publicado más poesía Tretas del débil, poemas con trasfondo autobiográfico, urbanos con personajes diversos, poemas sobre el amor. También una segunda novela Siempre fue invierno, con el marco histórico de los años 70 y 80 con su trasfondo político y donde —ha confesado— lo que le interesa mostrar también es la claudicación de los sueños, el engaño, la vanidad irresponsable, la traición a sí mismo y a otros, el triunfo de lo pasional en seres que siempre se jactaron de su racionalismo.