Recibir una invitación para ir a un matrimonio genera en algunas personas una absoluta felicidad, en otras, ansiedad, pero, para otras tantas, esa invitación es el equivalente a una patada en el estómago.
Nunca había hecho bien los cálculos, tal vez porque jamás he sido buena con las matemáticas, pero hace algunos años mi perspicaz roommate me hizo caer en la cuenta de que al parecer yo había asistido al matrimonio de mis papás, en el vientre de mi madre, pues ella ya estaba embarazada de mí. Mis papás se casaron muy jóvenes y a escondidas. A Tati, mi abuela materna, no le gustó nada la idea y dejó de hablarle a mi mamá durante un año, pero reapareció para conocer a su primera nietecita. Años más tarde, cuando mi abuelo materno vio las complicaciones y gastos que implicaba hacer una boda, durante una fiesta de matrimonio, pasado de tragos, le dijo a mi mamá: “Mija, jamás pensé que te agradecería que te hubieras casado a escondidas”.
Con seguridad, más de unos padres piensan lo mismo que mi abuelo, ya que financiar el matrimonio soñado por sus hijas implica para algunos empeñar las joyas, vender el hígado e hipotecar su casa con tal de complacerlas. Hoy en día las celebraciones de matrimonio alcanzan precios tan descomunales, que con esa cantidad la pareja de recién casados podría vivir bien el primer año de matrimonio, comprar un modesto apartamento o hasta pagarle el colegio a su primogénito. Planear un matrimonio requiere más anticipación y precisión que el despegue de una nave espacial. Para garantizar su éxito se tienen que alinear muchas variables, desde encontrar la fecha hasta buscar la iglesia, el lugar de la fiesta, la comida, la orquesta, el Dj, la decoración, y ni hablar del vestido de la novia.
A estas ya complicadas arandelas debemos sumarles las extravagancias o caprichos de los novios con el fin de hacer su boda aun más memorable. Me refiero a la llamada ‘hora loca’, en la que toca disfrazar a los invitados de acuerdo con una temática. Requiere, es claro, algo de demencia temporal el derrochar dinero de esa forma. Para la muestra, las mariposas exóticas que se echan a volar al final de la boda (¿qué pasó con el arroz), los faroles chinos de papel que se encienden y se elevan para cubrir el cielo con deseos para los novios, y quién sabe qué nos depare el futuro, ¿un show de medianoche con tigres de bengala o malabaristas al estilo Cirque du Soleil, repartiendo canapés con los pies?
Y si los padres de algunas novias terminan comiendo lentejas hasta que se recuperan del golpe financiero, los invitados tampoco salimos bien librados. Cada día se inventan algo más para dejarnos con los bolsillos rotos: el shower de cocina o de baño, la despedida de soltera, la plata para el stripper, la lluvia de sobres o, como yo le digo, “ponle precio a cuánto nos quieres”, y ni qué hablar de los gastos en los que uno incurre para asistir a la ceremonia, que van desde tiquetes y hospedaje, si a los novios se les da por escoger una locación exótica, y toda la parafernalia del evento que incluye vestido, zapatos, maquillaje y peinado.
A la hora de escoger el regalo para los novios, es obvio que uno como invitado y amigo quiere darles algo que les guste, les sirva y les dure, pero a algunos novios se les va la mano en sus exigentes listas de regalos, y aspiran a que de la noche a la mañana los invitados lleguemos como duendes mágicos a amoblarles el apartamento. Y nadie quiere ser quien regale la ensaladera. El único consuelo que queda es que algún día se invertirán los papeles, será uno el que escoja un florero de tres millones, y tendrán que regalárselo.
En todo el mundo las parejas gay luchan para casarse, y aquí hago una pequeña reflexión, “no saben de las que se salvan…”, no solo porque un matrimonio cuesta un ojo de la cara, sino porque, a veces, la tensión de los preparativos es capaz de acabar hasta con la relación. Me refiero a cuando todo el mundo opina cómo debería ser la boda, la mamá, el papá, la suegra, la prima, la mejor amiga, y la pareja queda sometida a un fuego cruzado de imposiciones. Sin embargo, lo importante es que tengan la opción de casarse y en este momento los gays no la tienen. Todo el mundo debería tener el derecho de casarse con la persona a la que ama y pagar lo que quiera por la boda de sus sueños.
Debo confesar que cada vez que recibo una hermosa tarjeta de matrimonio me pregunto: ¿por qué yo?, ¿por qué diablos me invitaron? Y no es que no quiera celebrar el amor ni que odie a la pareja de novios, no es nada personal, pero es que cada vez me dejan más pobre y, tal vez, hasta muerta de la envidia. Así que la próxima vez que estén haciendo su lista de invitados, si de verdad me quieren, no me inviten, una participación es más que suficiente.