Opinión

De los exnovios malos se aprende mucho

Maricarmen Cervelli, 1/9/2022

No tengo que renunciar a lo que soy ni perderme de mí misma por ningún sujeto, porque nadie puede quitarme lo que es mío. Si él te censura y asesina tu autenticidad, sal de ahí, ¡sal corriendo!, ¡no te dejes!

Maricarmen Cervelli, columnista invitada Fucsia | Foto: Fucsia

Hace mucho tiempo tuve un novio que me hizo vivir una de las tusas más largas y dolorosas de mi vida. Tuvimos un romance universitario intenso, que luego se transformó en una relación a distancia y después en algo mucho más serio.

Las cosas terminaron mal.

Para mí era el tipo soñado. Yo lo veía guapísimo, perfecto y me gustaba todo de él: cómo se vestía, su olor, su sonrisa, sus ideas, lo que me decía, la música que escuchaba y sus ganas de comerse al mundo. Era mi alma gemela, decía yo, porque en ese tiempo yo creía en almas gemelas.

Durante nuestra relación a distancia, yo dirigía un programa de radio que tenía mucho éxito y era docente universitaria en periodismo. Me iba buenísimo. Pero estaba muy enamorada, y escribo “pero”, porque, aunque había alcanzado mis metas, estaba contenta, en el lugar que me gustaba y en un momento fructífero de mi vida, amaba tanto al tipo que lo dejé todo y me fui al país donde vivía a meterme en su casa y vivir junto a él el sueño del amor que me había montado en mi cabeza.

“El amor sostiene, incluso, hasta las pésimas decisiones”

No lo pensé mucho, porque el amor sostiene, incluso, hasta las pésimas decisiones. Y entonces, para justificar mi estadía en aquel lugar, me inventé una vida y me postulé a una universidad, sin dinero ni papeles; dejé la radio, mi carrera como docente y lo que había construido, metiéndome un cuento chino de que mi estancia en aquel país sería temporal y mi novio y yo nos casaríamos, tendríamos hijitos y valdría la pena haberlo dejado todo por él.

Cuando llegué a su casa, me recibió con esta perla: “Yo no puedo sostener a dos personas, apenas puedo sostenerme a mí mismo; tampoco puedo andar de vacaciones como tú, así que no creo que puedas estar aquí por mucho tiempo”.

Claro, esto me dolió mucho, y en el fondo sabía que era una razón de peso para salir de ahí corriendo y recuperar mi vida; sin embargo, le agradecí “el gesto” y la sinceridad, y sentí pesar porque, pobrecito, su situación no le daba ni para quererme. Así que decidí quedarme a pesar de la advertencia y de que en adelante recibiría algunas mediocres demostraciones de amor que yo llegué a justificar.

Los días transcurrieron y yo me dediqué a hacer el ridículo de mi vida. Para que se sintiera bien, me metí en el rol de la señora de la casa, la que le cocinaba, lo atendía y estaba pendiente de su ropa. Tanto que había luchado contra ese maldito modelo con el que crecí, y terminé haciendo lo mismo “por amor”. Igual, todo me salía mal, se me quemaba la comida, se me chorreaba la licuadora y yo me sentía avergonzada e insuficiente, mientras que él me trataba pésimo. No había nada mágico, nada maravilloso, no había amor; pero yo seguía pensando que lo suyo era un estado de ánimo pasajero, que se curaba con muchos cuidados y atenciones de mi parte.

Así que, en vez de devolverme para mi casa, me quedé allá mendigándole amor y deseo; pensando que el problema era yo y mi licuadora chorreada; pensando que no era tan bonita y que no le daba la talla a semejante semental. El final de esta historia ya la debes saber.

Me devolví a mi país sin ni siquiera visitar la universidad donde me dieron el cupo para estudiar un postgrado; total, yo no estaba ahí para eso, yo estaba ahí para él y por él, ¡y eso fue una decisión mía!, mala, pero mi decisión. Lo había dejado todo por un tipo. Sí, señor.

Y entonces, regresé y corrí con la suerte de recobrar mi vida y mis empleos, eso sí, con la tusa más infernal e interminable que puedas imaginar; con la autoestima en la inmunda, el sabor amargo del fracaso y la sensación constante de que me había enajenado para ser querida.

Solo mucho tiempo después me di cuenta de que, aunque lo hice todo mal, tampoco debo darme tan duro, porque al menos esto me sirvió para aprender ciertas cositas que después agradecí. Para empezar, debo decir que en ese momento me convertí en alguien que no era, solo por agradarle, al punto de olvidar mi verdadera esencia. Repetía sus ideas, escuchaba su música, leía sus libros y le decía que sí a todo, porque yo, en el fondo, no me conocía lo suficiente como para defender mis propios gustos e ideales. Además, pensaba que él era mejor que yo.

Comencé a hacer cosas que prometí no hacer nunca solo para complacerlo, porque al fin y al cabo, eso era lo que había visto en mi casa: mamá y tías complacientes con parejas de m…. pordebajeándose infructuosamente para que las quisieran un poquito. Me dejé el pelo como a él le gustaba, no como me gustaba a mí. Estuve pendiente de no engordar porque a él no le agradaban las mujeres gordas y me las daba de bohemia, sin tener ni puta idea en ese momento de lo que era eso.

Renuncié a mí misma, a mis ideas y creencias; renuncié a lo que había logrado, estaba obnubilada por el cuento del amor y el romanticismo, para lanzarme de clavado al foso de una relación tóxica en la que yo permití que todo esto sucediera, una y otra vez.

Con el tiempo, años de terapia y después de otros tropiezos igual de horribles, aprendí que no tengo que renunciar a lo que soy ni perderme de mí misma por ningún sujeto de estos, porque nadie puede quitarme lo que es mío, lo que me he ganado y trabajado; lo que he aprendido, lo que pienso, lo que defiendo, lo que sé.

“Entendí que el otro no te ama porque lo complazcas, no”

Entendí que el otro no te ama porque lo complazcas, no. Eso es mentira, innecesario y desgastante. El otro te quiere porque te admira, te respeta, te da tu espacio y no necesita tu condescendencia y sumisión para quererte; más bien, te necesita viva, fuerte, decidida, con tus propios argumentos, -claro, si es un tipo sano y normal, no un machista e inseguro que necesita terapia-.

Perderte de ti misma, haciendo todo lo que él quiere y decide por ti, vistiéndote para él y comportándote de la forma que él quiere, solo hará que te seques por dentro, que pierdas la práctica de reconocerte y disfrutar de ti misma, porque claro, cuando haces todo en función de los demás y nunca te das nada, básicamente eres una muerta en vida.

Y aunque muchos hombres sean terribles, yo creo que es hora de que, a pesar de eso, seamos nosotras las que decidamos cómo actuar ante la osadía de esos idiotas. Ojalá pudiéramos conocernos mejor y entender qué nos gusta, nos hace bien y nos interesa antes de entrar a una relación de pareja; ojalá aprendiéramos desde temprano a poner límites sin culpa, a defender nuestro cuerpo y apariencia frente a los gustos de nuestra pareja. Ojalá también aprendiéramos a recibir amor, tanto como el que damos; a dejarnos atender, a volvernos un equipo con el otro, a comunicarnos sin miedo y decir lo que pensamos y lo que queremos; a verle menos misterio a nuestra sexualidad y volcarnos a disfrutar y sentir placer, sin prejuicios.

Si él te censura y asesina tu autenticidad, sal de ahí, ¡sal corriendo!, ¡no te dejes! Ojalá no nos quedemos estancadas en una relación recibiendo migajas, sino conscientes de que sí podemos recibir amor real, no drama, no angustia, no incertidumbre, no tonterías, ¡amor de verdad!

Prométeme que vas a reflexionar sobre esto.

Sobre mí

Soy periodista, editora y directora de Asuntos de Mujeres.

* Las opiniones dadas por Maricarmen Cervelli no representan la opinión de la revista Fucsia.

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