El que, en pocas palabras, es un completo patán, nunca nos llama ni responde a nuestras llamadas, nos presenta como su “arrocito en bajo” delante de los amigos y ese mismo que tiene la reputación en el suelo. De ese es el que nunca nos aburrimos y, peor aún, con el que nos involucramos sentimentalmente de lleno para al final terminar llorando.
Ese es el típico gamín que amamos rehabilitar. Tal vez como mujeres o porque nuestro instinto maternal así lo exige, pero, probablemente, si a muchas de nosotras nos dieran a escoger preferiríamos rehabilitar un gamín que andar con un caballero.
Caballero vs. Gamín
El caballero siempre empieza por el derecho. Es decir, inicia conquistándonos “como debe ser”: Con la rosa, el chocolate, la salida, el chascarrillo. Risa va, risa viene hasta que logra su cometido: Nuestro corazón. El gamín no.
Él empieza por el revés, prefiere mostrarse y pavonearse para atraer nuestra atención, como si se tratara de un acto de reproducción. A él no le importan los detalles previos, pues sabe que, a la final, logrará su objetivo -si pisó el terreno acertado-.
Por simple lógica el caballero siempre debería ser la opción, pero es allí cuando nuestra naturaleza maternal se oculta y sacamos nuestra aventurera interior. Rehabilitar al gamín ahora es un nuevo reto. Sin embargo, no es tan fácil como creemos y solo al final de la relación nos damos cuenta de ello. Nos adentramos en un camino de obstáculos para que ese gamín sea solo nuestro, pero lo que ignoramos es que el caballero siempre estará ahí – incluso cuando el otro nos defraude-. Irónica o no, esa es la realidad.
“Lo bueno aburre”
La teoría de que lo bueno termina aburriendo es totalmente válida en este caso, pues, a pesar de que nuestra historia con el caballero empieza como un cuento de hadas puede terminar como la más aburrida jamás contada. Y aunque el gamín no nos aporte nada, ni como mujeres ni como personas, nos ayuda a sacar nuestra “chica mala” dormida.
Con el caballero el cuento de hadas es distinto. Él fácilmente cede a nuestras pretensiones y no le importa sacrificar un partido de fútbol o un plan de tragos con los amigos por ir a tomar un café a nuestro lado; nos pregunta siempre qué queremos hacer; nos recoge en la casa y nos lleva de nuevo y, hasta nos acompaña a ir de compras con la mejor actitud posible (así sea fingida). Parece color de rosa ¿Verdad? Pero no lo es.
Después de un tiempo lo bueno empieza a aburrir. Nos hace falta esa tragedia, esas lágrimas y shows callejeros que sólo un gamín nos incitaría a hacer ¡Queremos más y más emoción!
Entonces, en ese orden de ideas, lo bueno del príncipe encantando es precisamente lo malo y lo malo del gamín nos hace felices hasta que nos estrellamos contra sus verdaderas intenciones . La clave con estos dos personajes es no idealizarlos, ni mucho menos enamorarnos, pues tanta bondad no es buen augurio y, por el otro lado, ya no estamos para hombres con ínfulas de rebeldía incontrolable. Ya decían nuestras madres que “todo extremo es malo”.